Quién “inventó” el lavado de manos

Todo estaba bajo sospecha; todo me parecía inexplicable, todo era incierto. Sólo el mayor número de muertes era una realidad incuestionable. 

Ignaz Philipp Semmelweis, 1861 

El agua ha sido y es un elemento simbólico en muchas culturas, asociada tanto a la limpieza del cuerpo como del espíritu. De hecho, la limpieza ritual de la mente y el cuerpo es una de las tradiciones propias de las culturas arcaicas, como la del Antiguo Egipto o las babilónicas. En cuanto a la tradición occidental europea, en el mundo de la medicina clásica griega (ca.siglos V- IV a. C.), el agua formaba parte de la conocida como teoría humoral en la que se considera que todo lo que existe en el universo está compuesto de cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Se trata de una interpretación de los fenómenos naturales que puede considerarse una de las primeras teorías científicas desde los supuestos de la ciencia tradicional y en la que la salud simboliza el equilibrio y la armonía de los humores resultantes de la combinación de estos cuatro elementos, mientras que el desequilibrio acarrea enfermedad. 

Como explica la profesora de Historia de la Ciencia de la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche Rosa Ballester, la limpieza del cuerpo está muy presente en el mundo griego y en el helenismo romano. Es precisamente a través de la limpieza en termas y baños – instituciones tan emblemáticas de la tradición cultural greco-romana- como se elimina lo que denominaban las “superfluidades”, es decir, los humores corrompidos, la suciedad que desequilibra. “No hay una interpretación fisiopatológica precisa en lo tocante a la limpieza de las manos de forma específica, pero sí queda patente que la limpieza en general y, de las manos en particular, es de gran importancia en este periodo”, apunta la catedrática emérita y académica de número de la Real Academia de Medicina de la Comunidad Valenciana. 

Del mundo medieval, más concretamente de la Baja Edad Media, la profesora rescata la figura de Arnau de Vilanova (1240-1311), uno de los médicos europeos más importantes de la época y cuyas contribuciones resultan relevantes para entender los orígenes de la importancia de la higiene. Este doctor, que enseñó en la prestigiosa Escuela de Montpellier, médico de los reyes de Aragón, Pedro el Grande, Alfonso III y Jaime II. Arnau de Vilanova es el autor de una obra titulada “Regimen sanitatis ad regem aragonum”, una serie de consejos higiénicos destinados al monarca Jaime II. A juicio de Ballester, forma parte de “todo un género literario que está dedicado, en general, a las clases privilegiadas de la sociedad bajomedieval y en el que sobre la base de la teoría humoral galénico- tradicional, se menciona, de forma explícita, la importancia de lavarse las manos a menudo para conservar la salud”. Ballester subraya que estas recomendaciones estaban destinadas a una parte muy pequeña de la población y que formaban parte de un conjunto de reglas que, bajo el rótulo de “dietética”, no solo hacían referencia a la alimentación, sino a todo aquello necesario para conservar la salud, entre estas actividades, la limpieza. 

Ya en el siglo XIX, precedido por una etapa intermedia en el que las viejas teorías galénicas empiezan a cambiar, en lo que se refiere al lavado de manos, “se observa cómo empiezan a publicarse, basados en la observación y en la práctica del médico y sin tener una base científica -puesto que todavía no se cuenta con la base que proporcionó la teoría microbiológica, lo que se producirá a finales del XIX- obras como la del bostoniano Oliver Wendell Holmes, titulada “La contagiosidad de la fiebre puerperal” (1843). En la publicación se pone el foco en la mortalidad de las mujeres que dan a luz y se observa que la limpieza de las manos, en general, y cuando se trata a las puérperas en particular va a ser un factor muy importante para disminuir las elevadas cifras de mortalidad en el puerperio.  

Ignaz Semmelweis, 1863. Wikipedia.

Pero en quien se personaliza el cambio cualitativo en cuanto a la adopción de la eficacia de la práctica sistemática de la limpieza de manos en el entorno obstétrico es Ignaz Semmelweis (1818-1865). Como apunta Ballester. Semmelweis fue un médico húngaro que trabajó en el Hospital General de Viena (Austria). Este gran observador percibió que en las dos salas (denominadas divisiones una y dos) de maternidad que había en el hospital, a pesar de que la mortalidad de las mujeres que daban a luz era altísima en ambos casos, en una de las divisiones era más alta que en la otra. El médico se preguntó a qué se podía deber esa diferencia y empezó a elaborar una serie de hipótesis que fue descartando al no observar diferencias entre las dos divisiones. Hasta que se dio cuenta de que precisamente la diferencia estribaba en las personas que atendían a esas mujeres; en la división uno, donde había más muertes, eran los médicos y futuros médicos, mientras que en la dos, atendían a las parturientas las comadronas.  

Siguiendo con el hilo de la observación, Semmelweis percibió que los estudiantes médicos que trabajaban en esta sala, previamente tenían las prácticas de disección y que, a continuación, tal y como estaba programado en sus actividades formativas, pasaban a exploraban a las mujeres. De esta manera, elaboró una estadística elemental, “todo un signo de avance científico”, recalca la catedrática. Así fue como el doctor estableció unos porcentajes de fallecimientos en uno y otro caso. La idea del lavado de manos le vino a Ignaz Semmelweis porque uno de los doctores que se había hecho una herida en el transcurso de una de las disecciones empezó a padecer los mismos síntomas que las mujeres que fallecían en el paritorio. “Y esto es lo más interesante, la observación clínica que lleva a cabo el doctor húngaro”, subraya la profesora de la UMH. Desde ese momento, se instó a lavar las manos a los estudiantes en prácticas con una solución desinfectante de hipoclorito cálcico y empezaron a descender las muertes, algo que Semmelweis constató a lo largo de diferentes años (1844-1848).  

Pero Ignaz Semmelweis no publicó inmediatamente su hallazgo, de hecho, no fue hasta 1861 cuando vio la luz la obra titulada “Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal“, a la que según Ballester “se le hizo muy poco caso”. La profesora explica que la conclusión a la que había llegado Semmelweis era incómoda, puesto que señalaba a los médicos y futuros médicos como los causantes de ese número alto de muertes en mujeres que daban a luz, algo que no fue bien aceptado. “No está muy claro si se despide él mismo o si lo despiden del hospital general de Viena, pero sí sabemos que murió muy joven y que terminó sus días en un hospital psiquiátrico”, explica la profesora de Historia de la Ciencia.  

A pesar de la prematura muerte de Semmelweis, sus hallazgos resultaron determinantes y con la llegada de la teoría bacteoreológica a partir de mediados del siglo XIX, se consiguió finalmente establecer una relación clara causa-efecto entre la presencia de un germen y una enfermedad infecciosa. A partir de 1860, da comienzo la llamada Edad de Oro de la Microbiología, en la que la figura por excelencia fue el químico Louis Pasteur (1622-1895), pionero de la microbiología moderna que desarrolló la teoría germinal de las enfermedades infecciosas, la cual postula que los microorganismos son la causa de una amplia gama de enfermedades. Paralelamente, esta relación causa efecto pasó al ámbito quirúrgico, entre otros, a través del cirujano británico Joseph Liste (1827-1912), quien implantó la práctica sistemática de la desinfección de personas e instrumentos, en definitiva, la antisepsia en los entornos quirúrgicos. En 1890, Robert Koch (1843-1910) expuso los cuatro postulados (“postulados de Koch”), un listado de requerimientos muy estrictos para poder validar que efectivamente un microorganismo es el responsable de una determinada enfermedad. 

La historia de la medicina muestra cómo el siglo XIX marcó un antes y un después en cuanto a higiene en la población con la llegada de la revolución industrial y la sociedad de clases: “Cuando una lee obras de los médicos del movimiento sanitarista de la época observa claramente que el lavado, la higiene y la limpieza se transformaron en un valor social”.  El abastecimiento de aguas y alcantarillados fueron igualmente definitivos para que se universalizara este valor. “En los años 80 del siglo XX, por primera vez en el caso concreto de las manos y en el mundo norteamericano, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) norteamericano publicó reglas muy claras de por qué, cómo y cuándo hay que lavarse las manos, para el mundo sanitario en particular, pero también en términos generales”, apunta Rosa Ballester. Quien añade que este círculo continúa cerrándose en la actualidad con medidas como la publicada por la Organización Mundial de la Salud sobre el lavado de manos. Una medida que, ahora, como entonces, sigue constituyendo un gesto capaz de salvar muchas vidas.  

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