Volver a Miguel Hernández es volver a nosotros mismos
Cada 28 de marzo, indefectiblemente, me asalta el mismo pensamiento: los poetas pasan por el mundo, sobre el mundo, con el mundo…, dejan su palabra, su testimonio o su trozo de vida escrita para que alguien la sienta como propia y la propague. Al poco de morir, sufren bellos homenajes pero también, en ciertos casos, ofensivos desdenes. A veces caen en el descrédito, los devora el silencio o se ven desterrados a los reinos de la indiferencia y del olvido. Mucho de todo esto acaeció y ha venido sucediendo con Miguel Hernández desde su prematura e injusta muerte.
Y nunca es bueno olvidar. No conviene hacerlo con aquel amanecer del 28 de marzo de 1942. Eran las 5’30 horas de la mañana, según el parte extendido por el jefe de los Servicios Médicos del reformatorio de adultos de Alicante, cuando falleció «el recluso hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de Fimia pulmonar según el médico auxiliar recluso. Ha recibido los Auxilios Espirituales». Aquel sábado, víspera de domingo de Ramos, fue aprovechado por sus más íntimos compañeros para poner a salvo los poemas y escritos que el poeta conservaba entre sus objetos personales. Tenía los ojos abiertos como dos piedras azules. Quienes le amortajaron, quienes vieron su rostro sin vida, aseguran que quedaron conmocionados por aquella mirada firme, por aquellos ojos abiertos que nadie logró cerrar.
El cuerpo del poeta fue conducido hasta el patio de la prisión donde, a media tarde, la Dirección del establecimiento permitió que los presos desfilaran en perfecto duelo y que la banda del reformatorio interpretase la Marcha fúnebre de Chopin. El humilde ataúd fue sacado a hombros hasta el exterior del recinto y entregado a la empresa de pompas fúnebres y a la familia de Miguel. Allí esperaba un modesto coche de caballos. «El largo camino al cementerio –comentaba su esposa– era de bancales a un lado y a otro. Los campesinos, en el barbecho, se incorporaban apoyándose en los riñones quitándose el sombrero. Muchos de ellos se quedaban largo rato mirando el cortejo fúnebre». Fue a la mañana siguiente cuando se le dio sepultura en el nicho 1.009.
La realidad, en toda su extensión, se ajusta a la profunda soledad de un hombre que supo esperar, hasta el último momento, la gran promesa que fue para él la vida; una criatura atravesada por un rotundo amor hacia las cosas que vio con entera amargura cómo se vulneraban cada uno de sus sueños; un hombre generoso que no recibió mayor pago que la inclemente maza del desamor –El hombre acecha– y la impiedad.
Sin embargo y pese a tantas paladas de tierra y de ignominia vertidas sobre su tumba, pese a tantos golpes de piedra y de silencio, 73 años después de su muerte, la voz del poeta late viva como un corazón recuperado.
Su inmensa obra nos espera. Sus poemas, su teatro, sus prosas y sus carta nos llaman poderosamente para que regresemos a ese paisaje de claridad y de inteligencia que pintó para nosotros. Es una labor necesaria y es también un acto de dignidad.
Volver a poetas como Miguel Hernández, a fin de cuentas, es volver a nosotros mismos, al lugar de nuestra conciencia y al paraíso de nuestra memoria.
Codirector de la Cátedra Miguel Hernández y Profesor del Área de Literatura en la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche