Se busca ‘ghostwriter’ científico, amante de Monterroso
Si me hubiesen dado cinco dólares por cada abstract que he escrito a lo largo de mi carrera como investigador, después de aquel milagro de la síntesis y la concisión que hice para Principles of Perelmanology in the 20th century, ahora tendría… cinco dólares. Desde aquella vez, en el caluroso verano de 1992, en que aquellas 250 palabrejas brotaron de mi interior como si me hubieran trepanado el occipital y un lechoso humor brotara de él, sirviendo de carga para los cartuchos de la impresora, nunca más me he sentido en condiciones de leer un artículo científico, volver a leerlo, leerlo una tercera vez, hacer como que lo había entendido a la primera, pero que la segunda lectura la había hecho por lujuria y la tercera por gula (los científicos del ámbito católico ya nos podemos permitir estas frivolidades) y, a continuación, describirlo, sintetizarlo y representar exhaustivamente sus ideas principales, de forma condensada, en un texto entre las 150 y las 350 palabras, dependiendo de las precisas (y arbitrarias) instrucciones de los editores de las revistas del Q1, el repositorio institucional, el recolector de repositorios, el evaluador de la agencia estatal, o el/la nuevo/a influencer de métricas abiertas contratado por la universidad a tiempo parcial en modalidad de outsourcing.
Para quien no los conozca (y qué incauto querría conocerlos, con lo bien que se está en una vía de montaje de chasis de automóviles, o de zapatos, ya no digamos la confortabilidad que ofrece el calorcito de las máquinas de horneado de puntas o alguna cosa de esas de las que tanto hablan los que saben de pasta), los despachos de las universidades, que algunos tienden a llamar laboratorios de investigación con una exuberancia léxica que debería ser punible penalmente, suelen ser cubículos de ventilación deficiente e iluminación tórrida, poblados por bibelots que los propios profesores y/o (véase la legislación universitaria para entender lo poco procedente de este uso vacilante entre conjuntiva y disyuntiva) investigadores hemos ido acumulando con el paso del tiempo, en estratos diogenéticos de diferente factura y cochambre: recuerdos de congresos, souvenirs de viajes generalmente no relacionados con nuestra tarea investigadora ni docente, cada vez más muñequitos frikis (el nivel de frikismo entre los investigadores sigue en curva ascendente, no precisamente el tipo de curva que los estadísticos llaman normal, pero claro, si entre ellos la especie abunda), fotos de nuestros vástagos, más fotos de nuestros vástagos, hasta el punto de que la última vez que vino una fotógrafa del Servicio de Comunicación para hacernos una foto “trabajando en el despachoratorio”, desde allí mismo usó la app corporativa para pedir cita con el servicio de fisioterapia que ofrecen los becarios de la titulación, dado el contorsionismo de que tuvo que hacer gala para evitar que salieran retratados mis siete soles, repartidos por toda la estancia en diferentes tamaños y formatos, hasta una reproducción en 3D de una de ellas caracterizada como R2D2 tengo sobre una tablilla de ruedas, por lo que puede salir en plano en cualquier momento.
Trabajar en esas condiciones es imposible, así es que desde 2002 (los 10 años que tardamos, más o menos, en tener preparado nuestro siguiente artículo, en una interpretación sui generis de la Ley de Lotka, muy influenciada por un cóctel que descubrimos mis colaboradores y yo, creado por un tal Jimmy Lotka, creando su propia versión de ruso blanco, sustituyendo la nata líquida por horchata), contratamos un ghostwriter para nuestros abstracts, publicando este breve en las páginas de anuncios de las publicaciones Q1, Q2 y Q3 de Wilson & Son, Peksevier, Pilsein, el Bunker Hill Herald y la Gaceta de Burgos: Se busca gosthwriter para abstracts. De la última nos respondió Ted (nombre ficticio), el autor de nuestras 50 publicaciones científicas durante los últimos 18 años (ahora sí el tito Lotka estaría contento, tanto Jimmy como Alfred), con grandes resultados en cuanto a citas y posicionamiento. Gran tipo, Ted, enseguida se dio cuenta de que nos hacía falta algo más que un abstractista. Un brindis por él y otro por el sistema de evaluación científica.