La sobreexposición a las pantallas nos convierte en seres dispersos y poco empáticos

Alfonso Ballesteros Soriano, Universidad Miguel Hernández

Está usted leyendo un libro. De pronto suena una notificación en su móvil. O quizá no suena nada, simplemente lleva ya 15 minutos leyendo. Necesita una distracción, una autodistracción. ¿Cuántos minutos tardará en recuperar la atención? Uno podría pensar que solo se pierde un par de minutos mientras se lee el mensaje y uno vuelve a su tarea. Esto si no nos distraemos con otra cosa por el camino. Sin embargo, aunque solo dediquemos unos segundos para ver la notificación, el tiempo perdido es mucho mayor: 23 minutos. Nada menos que 23 minutos se tarda en recuperar el estado de atención previo a la interrupción.

Es mucho tiempo. Sobre todo si tenemos en cuenta que recibimos muchas notificaciones al día. La interrupción constante nos impide tener las riendas de nuestro tiempo. Nos puede convertir en seres troceados en múltiples pedazos que no guardan relación entre sí.

Esta atomización de las tareas deteriora nuestra identidad diacrónica, es decir, la historia de nuestro yo, que debería ser una historia coherente que refleje un proyecto vital. Podemos preguntarnos al cabo de los días, de los meses, de los años, ¿qué ha sido de mi tiempo? ¿Lo he dedicado realmente a lo que quería?

Inmersos en la multitarea

Para justificar la distracción constante se emplea el término “multitarea”. Un término inventado cuando se produjeron las primeras máquinas con dos procesadores con capacidad para hacer dos o más cosas a la vez. Según el neurocientífico estadounidense Earl Miller, el ser humano no es capaz de eso. No hace varias cosas a la vez, sino que alterna. Así, a una tarea le sucede otra. Y la alternancia excesiva de tareas a la que nos hemos habituado deteriora la atención.

La interrupción cercena nuestra atención sostenida y borra parte de nuestra memoria de trabajo. Nuestra atención sostenida puede llevar a los llamados “estados de flujo”. Estos estados son los de atención más profunda, y están muy vinculados a la felicidad. Son aquellos estados en los que el objeto (el libro que leemos, por ejemplo) nos absorbe por completo.

Muchos recordamos momentos así en nuestra vida y son especialmente satisfactorios. Quedamos totalmente inmersos en la tarea. Precisamente, la pantalla (aún sin internet ni notificaciones) posee un escaso flujo. No ayuda a cultivar la atención. Ya solo por eso, deberíamos repensar su uso.

Pero si hablamos de los niños la cosa es mucho más grave. Prescindir de las pantallas es especialmente necesario para los niños. Sin embargo, muchos colegios se han entregado a ellas y a las grandes empresas tecnológicas que las comercializan. Un día le dije a mi hijo de cuatro años que soy profesor y me respondió: “¿Tú eres el que maneja la pantalla?”. Es lo que veía en el colegio.

Los niños necesitan educar la atención

Los niños necesitan educar la atención, el gusto y la relación con ellos mismos. Esto no es posible si están habituados a estímulos constantes. Una educación de estímulos hace que todo les aburra. Se sienten incómodos con todo, incluso con ellos mismos. Necesitan dosis cada vez más altas de estímulos. La educación se convierte en subir la apuesta de los estímulos. Se trata de ludificar la educación hasta que ya no se distingue una clase de un videojuego.

Sin embargo, el cultivo de la atención y del gusto exige aburrirse. La persona, una vez cultivada, ya no se aburre de estar sola, ni de un buen libro, ni de una conversación. La persona cultivada disfruta de esas cosas. Pero el niño educado con pantallas no se cultiva, sino que caza.

Es un cazador de estímulos o, como mucho, de información. Los niños necesitan acostumbrarse a la lectura, al silencio o, simplemente, a no hacer nada exteriormente. Sobre todo, los niños necesitan usar su imaginación para jugar. Todas estas cosas ayudan a cultivar la atención, la relación con uno mismo y le preparan para la vida social.

Los comerciales que presentaron el Chromebook (el portátil de Google) como una buena herramienta para el estudio olvidaron mencionar estas pequeñeces a los colegios españoles.

No nos sorprendamos después si los niños están llenos de ansiedad o tienen una identidad débil y dependiente de la aprobación ajena. Simplemente no han tenido tiempo de saber quiénes son y de forjar un yo sólido. No han tenido tiempo de hablar con ellos mismos, de encontrarse y de iniciar un diálogo interior.

Muchos niños ya no tienen tiempo para desarrollar su identidad. El activismo, la tecnología y el deseo de éxito llevan a sus padres a organizar su tiempo como algo que hay que explotar y hacer rendir. Los colegios hacen lo mismo.

Problemas de empatía

Los problemas para empatizar con el otro, según la psicóloga Sherry Turkle, surgen hoy en día porque no se ha cultivado la soledad. El tú es otro yo. Si no hay un yo, si no me conozco, ¿cómo sabré reconocer al otro? Paradójicamente, Turkle muestra que solo si se cultivan tiempos de soledad se puede tener una auténtica empatía y amistad con los otros. La formación del yo y la relación con los otros están íntimamente relacionadas.

Ahí se ve cómo la actividad permanente deteriora las relaciones. Hay que cultivar la soledad reflexiva precisamente para lograr relaciones sólidas con los otros.

Alfonso Ballesteros Soriano, Profesor Permanente Laboral de Filosofía del Derecho, Universidad Miguel Hernández

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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