Cine y ciencia: Dallas Buyers Club

Manuel Sánchez Angulo

Se va a cumplir un año desde que China reconoció el brote epidémico de una nueva patología respiratoria que parecía tener un origen viral. Durante este periodo, se han desarrollado, ensayado y aprobado una serie de vacunas contra el virus SARS-CoV-2 que causa la enfermedad, conocida como Covid-19. Ha sido una auténtica gesta de la investigación biotecnológica en medicina. En estos meses han sido innumerables los reportajes periodísticos que nos han explicado, por activa y por pasiva, las etapas de elaboración de esas vacunas y, sobre todo, los elaborados ensayos clínicos que se han realizado para asegurarnos de que dichas vacunas son seguras y efectivas. 

No es la primera vez que se acelera el proceso para descubrir y probar nuevas terapias frente a una enfermedad infecciosa que parece extenderse sin control. Algo similar sucedió en los años 80 del pasado siglo con la epidemia del virus que causa el SIDA debido a la desesperación de los pacientes y médicos por encontrar algún remedio que frenase a esa terrible enfermedad. Eso es precisamente lo que intenta reflejar la película “Dallas Buyers Club”. 

Estrenada en el año 2013, supuso la consagración como estrella del actor Matthew McConaughey, quien ganó el Oscar por su interpretación del activista Ron Woodroof, un típico tejano amante de los rodeos, con escopeta en el maletero, machista y homófobo convencido y al que le encanta correrse juergas a base de alcohol, drogas y prostitutas. Pero un día le diagnostican que padece el SIDA y su vida sufre una transformación radical. Desde ese momento su lucha por sobrevivir le llevará a convertirse en un traficante de medicamentos, a denunciar la toxicidad del AZT (el primer medicamento antirretroviral indicado para personas con VIH) y a enfrentarse tanto a las grandes compañías farmacéuticas como al gobierno estadounidense, encarnado en la todopoderosa FDA (Food and Drug Administration). En paralelo a su degradación física causada por la enfermedad, este anti-héroe se irá transformando paulatinamente en una mejor persona, aceptando a los homosexuales, respetando a las mujeres y luchando por los derechos de los enfermos de SIDA. En resumen, un “David contra Goliat” entremezclado con una historia de superación personal, dos de los argumentos más típicos de Hollywood. Además de Matthew McConaughey, en el reparto también intervinieron Jennifer Garner, que recrea a la concienciada doctora Eve Sacks, y Jared Leto, que da vida a Rayon, una transgénero drogadicta y seropositiva, y que por dicha actuación ganó el Oscar a mejor actor secundario. Ambos interpretan dos personajes ficticios pero que encarnan a todas aquellas personas que lucharon contra la enfermedad y que ayudaron a aquellos que se vieron afectados por el SIDA. 

Sin embargo, la entretenida “Dallas Buyers Club” es a la historia del SIDA lo que “Gladiator” es a la historia de Roma. Aunque sea muy amena y su trama esté basada en la realidad, esa realidad es completamente ficticia. Tras ver la película y escuchando lo que dice Woodroof, uno puede acabar convencido de que tiene derecho a automedicarse, que el AZT es un veneno vendido por las grandes farmacéuticas – “A los únicos que ayuda el AZT es a los que lo venden. Mata a todas las células que toca” – que las agencias gubernamentales para el control de los medicamentos no buscan proteger a los enfermos – “¿Trámites? Una invención de la FDA para justificar sus sueldos”. Eso es lo que es – y que el SIDA se cura yendo a un médico-chamán mejicano que te va a dar extractos de mariposa monarca. 

Nada más lejos de la realidad. Actualmente el AZT es utilizado en combinación con otros antirretrovirales en lo que se conoce como Terapia Antirretroviral de Gran Actividad (HAART por sus siglas en inglés) y que ha conseguido convertir al SIDA en una enfermedad crónica al frenar la progresión del VIH en los enfermos. En la película, dicho papel se reconoce al final del todo con una lacónica frase en la que se indica que el AZT ha salvado millones de vidas. Otro aspecto negativo es que se sugiere que algunos de los compuestos que vendía Woodroof, como el DDC o el péptido-T, sí que tenían efecto frente al SIDA. Estudios posteriores demostraron que, o bien no tenían ningún efecto, como fue el caso del péptido-T, o que incluso eran mucho más tóxicos y peligrosos, como fue el caso del DDC y del Compuesto-Q. 

Aunque seguramente una de las secuencias más polémicas se encuentra en la primera parte de la película. En el hospital se celebra una reunión entre la compañía farmacéutica que fabrica el AZT con el personal médico. Un alto ejecutivo de la compañía, el plano al reloj de oro de su muñeca nos deja claro su estatus, informa que la FDA ha dado permiso para probar el AZT en humanos (eso no se ve en la película, pero ese permiso se dio precisamente por las enormes presiones de los colectivos gays sobre la FDA, no por las presiones de las farmacéuticas). El alto ejecutivo les dice a los médicos que su hospital ha sido elegido para realizar un estudio doble ciego, con placebo controlado y aleatorio y que por ello los médicos recibirán una cuantiosa compensación por sus esfuerzos, al tiempo que vemos una sonrisa codiciosa en el rostro del médico-jefe. Más adelante veremos a Woodroof intentar convencer a la doctora Eve Saks de que le incluya en el ensayo clínico sobre el AZT. Ésta le explica en qué consiste el ensayo y Woodroof se indigna al enterarse de que a algunos enfermos no se les va a suministrar el AZT, sino el placebo – “¿Dan pastillas de azúcar a gente que se muere?” – pero como bien dice la doctora Saks – “Es la única forma de saber si un medicamento funciona”.  

Por muy duro que parezca, es que es así. En un ensayo doble-ciego se divide aleatoriamente a los enfermos en dos grupos y a uno le das el medicamento y a otros un placebo que no tiene efecto. Como son pacientes enfermos siempre van a estar bajo supervisión médica y van a ser los doctores quienes administren el medicamento o el placebo. Aquí viene el porqué de “doble ciego”. Los médicos tampoco saben si lo que están administrando a los pacientes es el medicamento o el placebo, solo lo sabe la empresa farmacéutica y, por ello, los frascos se identifican con un número, no con el nombre del medicamento. De esa forma, se evitan errores y sesgos experimentales. Sin embargo, en la película se hace evidente que los doctores sí que saben cuáles son los enfermos que están siendo tratados con el AZT y cuáles no. Es más, los botes del fármaco están marcados con AZT en letras bien grandes. 

En resumen, dejando de lado sus gazapos científicos y bioéticos, una gran película con grandes interpretaciones y que se disfruta viéndola. Es que el cine es espectáculo, no la vida real. 

Enlaces de interés:  

Aysha Harris. How Accurate Is Dallas Buyers Club? Slate. 1 noviembre 2013. 

Dylan Matthews. What ‘Dallas Buyers Club’ got wrong about the AIDS crisis. The Washington Post, 10 diciembre 2013. 

Sean Philpott. How the Dallas Buyers Club changed HIV treatment in the US. The Conversation. 6 febrero 2014. 

David Gorski. “Right to try” laws and Dallas Buyers’ Club: Great movie, terrible for patients and terrible policy. Science Based Medicine. 8 marzo 2014. 

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