El papel de las instituciones internacionales en la conquista de un planeta más habitable

Juana Aznar Márquez, Universidad Miguel Hernández y Irene Belmonte Martín, Universidad Miguel Hernández

Hablar de ayuda al desarrollo es hacerlo de las organizaciones multilaterales internacionales, regionales e incluso las nacionales en los diferentes países donantes que se encargan de ella.

Bretton Woods, el origen

Desde una perspectiva histórica, las instituciones financieras internacionales más conocidas son las establecidas en los Acuerdos de Bretton Woods (1944). Concretamente, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) (más conocido como Banco Mundial) y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Ambas instituciones financieras se diseñaron para dar cabida a objetivos diferentes pero compatibles. El Fondo Monetario Internacional (FMI) se creó para controlar los tipos de cambio y las políticas de acceso a los préstamos de los países menos desarrollados. Por otra parte, el BIRF se diseñó para ayudar a la reconstrucción de los países tras la Segunda Guerra Mundial (el conocido Plan Marshall) y a impulsar el desarrollo económico a través del diseño y la financiación de proyectos con préstamos, básicamente para infraestructuras –como puertos, autopistas, redes de energía, etc.– y servicios de asesoría a los países de medianos y bajos ingresos.

El Banco Mundial se ha ido expandiendo desde los años 50 del siglo XX hasta conformar el llamado Grupo del Banco Mundial. Además del BIRF, el grupo integra la Corporación Financiera Internacional (creada en 1956), la Asociación Internacional de Fomento (1960), el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (1966) y el Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones (1988). También se encuentran asociados el Instituto del Banco Mundial (2000) y el Grupo Independiente de Evaluación del Grupo del Banco Mundial (2006).

En 1945, se funda la Organización de las Naciones Unidas a través de la Carta de las Naciones Unidas, y veinte años más tarde, en 1965, verá la luz el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Política, sostenibilidad y desarrollo

En 1949, en su discurso de investidura, el presidente estadounidense Harry S. Truman hizo referencia al concepto de desarrollo, ligándolo indefectiblemente al desarrollo económico para la mejora de las regiones más subdesarrolladas en una política de bloques.

Esta visión de las teorías del desarrollo, basadas en el crecimiento del producto interior bruto (PIB) y la dependencia de los Estados más débiles, se impuso hasta la década de los 70 del siglo XX. En los años siguientes, y sin abandonar el enfoque del desarrollismo y la dependencia, predominó el modelo de las necesidades básicas ante la alarmante situación de pobreza de muchos países provocada por el contexto sociopolítico y económico mundial.

En 1987, la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland impulsó el informe Nuestro futuro común, conocido como Informe Brundtland, que define el desarrollo sostenible como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones.

En este informe se hacía hincapié, por vez primera, en que el crecimiento a largo plazo solo puede garantizarse en asociación con la naturaleza, previniendo impactos ambientales y consiguiendo neutralizar las agresiones al medio ambiente, todo ello en un proceso de redistribución de la riqueza, renta y erradicación de la pobreza.

Desarrollo: humano y sostenible

En 1990, coincidiendo con la propuesta del PNUD del índice de desarrollo humano (IDH) se amplía el concepto de desarrollo a Desarrollo Humano Sostenible. De esta manera, la ayuda al desarrollo se focaliza hacia un triple objetivo: fomentar el crecimiento económico, acortar distancias entre los países ricos y pobres en la lucha contra la erradicación de la pobreza y la sostenibilidad ambiental.

Desde entonces, las políticas de los organismos multilaterales de ayuda al desarrollo y de las instituciones financieras internacionales (IFIS) priorizan la inclusión del desarrollo sostenible en sus programas, prestando especial atención al medio ambiente. La Agenda 2030 y los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) son una buena prueba de ello.

Un punto de vista crítico

En cualquier caso, los organismos financieros multilaterales globales y regionales han recibido y reciben fuerte críticas por financiar proyectos dañinos para el medio ambiente o que vulneran los derechos humanos. Por ejemplo, grandes proyectos agrícolas y de infraestructura que dan lugar a: desalojos masivos y al desplazamiento forzado de personas y comunidades; violaciones de los derechos de pueblos indígenas y forestales; ataques a defensores de los derechos humanos; desencadenamiento de inseguridad alimentaria local y graves violaciones del derecho a un trabajo digno (como el trabajo infantil y forzoso).

También se reprueban la ambigüedad y el doble discurso sobre la responsabilidad de las empresas y los países en los daños medioambientales y el calentamiento global, que dejan patente la desatención a la voz del sur global, esto es los países y regiones menos favorecidos.

¿Qué se espera del futuro?

Han pasado más de 50 años desde la primera conferencia de las Naciones Unidas sobre el medio ambiente humano celebrada en Estocolmo (Suecia) y los retos globales sobre la emergencia climática están más presentes que nunca. Como aspecto positivo, las sucesivas conferencias mundiales han colocado las cuestiones medioambientales como prioridad en las agendas políticas de las organizaciones internacionales y los gobiernos nacionales.

No obstante, los desafíos climáticos son aún mayores en un contexto en el que se hace patente el incumplimiento o la falta de adhesión de los países más contaminantes a los compromisos pactados. Así, por ejemplo, el protocolo de Kioto fue aprobado en 1997 pero no entró en vigor hasta 2005 y el primer período del mismo no se puso en marcha hasta 2008. Además, países como China o Estados Unidos no se adhirieron.

Posteriormente, en 2015, y sustituyendo al Protocolo de Kioto se pactó el Acuerdo de París que entró en vigor en noviembre de 2016, cuando se cumplió la condición de ser ratificado por al menos 55 países, que representan como mínimo el 55 % de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.

La cita de Dubái

Del 30 de noviembre al 12 de diciembre de 2023 se celebró la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático (COP28) en Dubái, Emiratos Árabes Unidos. Los retos que se discutieron en esta reunión fueron tremendos: alcanzar el objetivo global de adaptación del Acuerdo de París (que limita el calentamiento mundial a 1,5 grados centígrados) además de establecer una hoja de ruta para fomentar la acción climática con compromisos y recomendaciones claras (reducción de gases de efecto invernadero, disminución del consumo de combustibles fósiles, desarrollo de fuentes energéticas alternativas y sostenibles, entre otros).

La COP28 no estuvo exenta de críticas desde el primer momento tanto por la elección de su sede, una potencia petrolífera con claros intereses en los combustibles fósiles, así como por unas polémicas declaraciones del presidente de la conferencia y director de la petrolera emiratí Adnoc, Sultán Al Jaber, que contradecían los acuerdos de reducción progresiva de combustibles fósiles (petróleo, gas y carbón) para ser sustituidas por otras energías no contaminantes.

Un planeta sano

Las generaciones presentes y las futuras necesitan un planeta sano y fuerte, por lo que se requieren recursos para sanarlo y cuidarlo. Para ello, un buen punto de partida sería que los organismos internacionales llegasen a acuerdos que fueran respaldados por la práctica totalidad de países, y sobre todo por aquellos que se enfrentan a mayores retos ambientales y de cumplimiento con la declaración de derechos humanos.

Un compromiso que sea asumible y del que las personas puedan confiar en su cumplimiento. Sin embargo, supone un reto altamente improbable que algunos países no antepongan sus intereses geopolíticos y económicas a las necesarias mejoras en las políticas medioambientales que exige la salud climática del planeta.

Juana Aznar Márquez, Profesora titular, Universidad Miguel Hernández y Irene Belmonte Martín, Profesora Titular de Ciencia Política y de la Administración, Universidad Miguel Hernández

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

También te podría interesar

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *